04 octubre 1994
Conferencia sobre el Papa Luna
Casa de Valencia en Barcelona
Señoras y señores:
El pasado miércoles se celebró el sexto centenario de un acontecimiento de importancia capital tanto por su ingente valor histórico como por su profunda dimensión humana. Hace seiscientos años, sumidas la Iglesia y las naciones en una escandalosa división, un paisano nuestro aceptaba cargar sobre sus hombros con la más terrible responsabilidad que en una criatura pueda recaer, la de ser Vicario de Cristo, la de gobernar en nombre de Dios sin serlo. Si ya en circunstancias normales, cargar con la responsabilidad de guiar a los miembros de la Iglesia y la de ser indirectamente la suprema potestad en el gobierno de las naciones, aun con la ayuda del Espíritu Santo, es estremecedora, podrá juzgarse cuanto más lo sea si al aceptarla se prolonga una ruptura entre los discípulos de Aquel que dijo "ut sint unum", que sean uno.
Quizá alguno, repasando velozmente la historia de los Papas, en la que conviven los santos y los canallas, podría pensar que don Pedro de Luna no fue más que uno de aquellos al que nada les importaba el bien de sus súbditos y que no se guiaba más que por ambición, sin temer mínimamente el juicio divino. Pero su personalidad y trayectoria coinciden en ser valoradas por todos los historiadores como las de un hombre bueno y temeroso de Dios. Es por eso que el Cardenal de Aragón tenía que estar muy convencido de lo que hacía cuando un 28 de septiembre de 1394 aceptó las llaves de Pedro. Ese gesto suyo iba a influir muy decisivamente en la historia de su época y, sin que nosotros sepamos cómo, en la nuestra, integradas en una única Historia.
No debería, por tanto, haber pasado desapercibida esta conmemoración. Las Universidades tendrían que haber celebrado congresos, la Iglesia, haberla recordado y los gobiernos regionales de la antigua Corona de Aragón, festejado. Para impulsar esas actividades se constituyó a finales del año pasado el Comité promotor del Sexto Centenario de Benedicto XIII, pero por una de esas extraordinarias decisiones que toma el Destino, en esta ocasión, como hace seis siglos, el último refugio para ese aragonés ejemplarmente tozudo, se lo ha brindado la tierra valenciana. Entonces fue Peñíscola y hoy es la Casa de Valencia en Barcelona, a cuyo presidente, don Luis del Castillo, reitero mi agradecimiento. Agradecimiento que hago extensivo a mi querido don Bernardo Soriano, que tan amablemente nos ha cedido esta sede.
Dentro de unos minutos el Dr. Rodolfo Vargas pronunciará su conferencia "La trascendencia valenciana del Papa Luna", pero antes permítaseme que brevemente refresque la memoria de Vds., que tan amablemente asisten a este acto, acerca de lo que fue el Cisma de Occidente, pues sólo puede valorarse adecuadamente la figura principal de un evento histórico cuando, a la vez, se tienen presentes las circunstancias que le precedieron, siguieron y acompañaron.
La Iglesia, a principios del siglo XIV, podía considerarse satisfecha por haber llegado a culminar tres procesos de importancia decisiva: su dogma se encontraba perfectamente definido y explicado por una filosofía conveniente, la liturgia romana había alcanzado una enorme expansión y estaba alcanzando una estructura monárquica muy bien organizada. Esta, al menos en los documentos, parecía sólida. Pero existían también algunas corrientes de oposición. Esos gigantescos torbellinos que azotan el mar de la Historia y que en un breve período son capaces de hacer temblar a las más sólidas instituciones no ahorraron a la Iglesia, que cuenta con la promesa de su fundador de permanecer hasta el fin de los tiempos, pero no con la de no sufrir calamidades. Y es que basta con que una persona o institución se encuentren en su apogeo para que las demás, mezquinas y envidiosas, quieran abatirla. La Iglesia, en aquel momento brillante y poderosa, no pasó desapercibida y se confabularon contra ella las monarquías, especialmente la francesa, las nuevas filosofías, algunos sectores del humanismo naciente y los exaltados espirituales, que con sus contínuas llamadas a la austeridad y sencillez de la Iglesia en nombre de una pureza evangélica no hacían más que minar su poder sometiéndola sin darse cuenta a los gobiernos, para quienes se convertía en un instrumento de poder, alejándose con ello mucho más del Evangelio de Cristo.
La Iglesia, fuertemente centralizada en la Curia romana, con una cancillería eficacísima, con unas órdenes religiosas importantes que poseían universidades y casas de formación, desataba una fuerte oposición de algunos poderes seculares. Así, la relación entre Felipe IV y Bonifacio VII estuvo plagada de asperezas y no exenta de panfletos y calumnias.
Las Universidades se dividieron: Paris y las de tradición latina eran tomistas, mientras que la de Oxford y las germánicas se inclinaban por Ockham. Las obediencias que se establecerán después del cisma no seguiran sólo las barreras políticas sino también las ideológicas.
Los monarcas no dejaron de alentar a los extremistas que exigían reformas a los Pontífices, pero con diferentes objetivos. La vuelta a la pobreza evangélica de la Iglesia era para los príncipes un modo de controlar las riquezas de la Iglesia en sus reinos y despojarla de sus medios de vida, una manera de someterla a sus caprichos.
Bonifacio VIII no había dudado en condenar a Felipe IV, pero su sucesor, Benedicto XI, era un hombre débil y el francés le exigió el reconocimiento de que todas sus acciones de oposición al Papa precedente se habían guiado por el bien de la Iglesia y que tenían que serle gratificadas con la sumisión del clero a la autoridad temporal -algo completamente absurdo- y con el escandaloso, por injusto, proceso a los templarios. La debilidad de Benedicto XI provocó además tal división en el Colegio de Cardenales entre los que querían establecer la paz con el rey a toda costa y los que pretendían defender la autoridad del Papa, que a su muerte la Sede estuvo vacante dos años. Al final se eligió a un francés, vasallo del rey de Inglaterra, Clemente V, al que llamaron "Clementissimus ille clemens" (Aquel clementísimo Clemente). Los templarios pagaron la debilidad del Papa. Para evitarse conflictos, en 1309 fijó su residencia en Avignon, que era un señorío de la Casa de Anjou, vasalla de la Santa Sede por el Reino de Nápoles. Era esa ciudad de clima suave, tranquila y ajena a los fuertes poderes políticos. Mientras, se producía la desintegración de los Estados Pontificios y tenía lugar la más absoluta anarquía en Roma.
Los cronistas italianos calificaron esa estancia en Avignon como de cautiverio de Babilonia, pero lo cierto es que en esa ciudad, que fue comprada por el Papa a Juana I de Nápoles, no era necesario realizar ninguna política temporal y no había facciones enfrentadas como en Roma. Poblada por humanistas y sabios poseía un ambiente intelectual muy elevado.
Fue Urbano V el que acuciado por la situación militar en Francia, que paulatinamente se degradaba, regresó a Roma.
Durante la época de Avignon pudo fortalecerse la Primacía del Papa, por medio de sus legados, impidiendo que los nombramientos episcopales y de otras dignidades fuesen llevados a cabo por los poderes temporales, pero esas acciones necesitaban de presupuesto y, al haberse anulado las rentas del patrimonio de San Pedro, era necesario sacarlas de otros lugares. Para el manejo de esas cantidades era necesario recurrir a banqueros y eso daba una imagen desfavorable de la Iglesia. La burocracia y el funcionamiento de los tribunales siguieron creciendo.
Los monarcas argumentaban que los jóvenes con más talento no se dedicaban a la carrera eclesiástica, sabiendo que los principales nombramientos eran hechos desde la Corte romana, aunque en realidad se hicieran con el acuerdo de los reyes. Algunos escritores sostenían que el bienestar material y moral de los individuos estaba bajo las competencias de la monarquía, con la pretensión de dominar a la Iglesia.
Príncipes y reyes sostenían al Papa sólo si éste les hacía concesiones y si no, no dudaban en mofarse de él. Empezaron a nacer las iglesias nacionales. En el seno de la propia Iglesia comenzaban a nacer corrientes que ponían en duda la autoridad doctrinal del Papa. El mismo humanismo protegido por los Pontífices y el aspecto antropocéntrico de algunos autores greco-latinos deformaban el pensamiento cristiano. Y se empezaba a valorar la capacidad del Pontífice como criterio de aceptación de su autoridad, sin tener en cuenta la objetividad de su función. En una época de creciente auge de asambleas, el Colegio de Cardenales se empezó a creer órgano supremo de la Iglesia.
Todos estos males se condensarán en ocasión del Cisma.
Contra el parecer de la mayoría de sus cardenales, que se encontraban muy bien en Avignon, Gregorio XI había regresado a Roma, porque pensaba que, tras la rebelión producida en las ciudades de los Estados Pontificios, su presencia era indispensable para no perderlos. Sin embargo, poco pudo hacer. La muerte le alcanzó prematuramente. Ni siquiera tuvo la oportunidad de renovar el Colegio cardenalicio, que contaba con mayoría de languedocianos. Una anécdota suya resultará profética: momentos antes de su muerte mandó llamar al alcaide del castillo Sant'Angelo para pedirle que no entregase las llaves de la fortaleza al nuevo Papa si éste no era también reconocido por los cardenales que permanecieron en Avignon.
Los días que transcurrieron entre la muerte de Gregorio XI, el 27 de marzo de 1378, y la apertura del cónclave que debía elegir a otro, que tuvo lugar el 7 de abril, fueron de gran tensión. El pueblo de Roma agitado no pensaba consentir otra vez que el Papa se trasladase. De su permanencia en la ciudad dependía la vida de Roma, en la que reinaba el caos y las disputas entre facciones.
El Cónclave empieza con la presencia de 16 cardenales: 4 italianos, 4 franceses, 7 lemosines y 1 aragonés, que tuvo las llaves. Otros 6 permanecían en Avignon. Italianos y franceses estaban de acuerdo en elegir a Bartolomeo Prignano, un obispo no cardenal al que se suponía favorable al rey de Francia. Contaron con el consenso de algunos otros. Pero en la mañana del 8 de abril se produjeron tumultos y amenazas contra los cardenales. El pueblo amotinado gritaba "Lo vogliamo romano o almeno italiano" y después ya "Lo vogliamo romano". En tales circunstancias el cardenal Orsini proclamó que no se podía proceder a la elección por falta de libertad. Se restableció un poco la calma. Trece de los diez y seis votos fueron favorables a Prignano. La muchedumbre invadió la sala del cónclave y un clérigo asustado tuvo la ocurrencia de decir, para calmar los ánimos, que el elegido había sido Tebaldeschi, un anciano cardenal romano. Fue paseado a hombros. Finalmente la situación se aclaró.
Prignano tomo el nombre de Urbano VI y fue coronado el 18 de abril, con el consenso general y el reconocimiento de los cardenales que habían permanecido en Avignon, por lo que el alcaide le entregó las llaves. Hasta aquí nada parece excepcional, pero el Papa, de carácter agrio, estaba dispuesto a realizar reformas y a empezarlas por los cardenales, recortando sus rentas. Estos tantearon la situación y viendo que no les faltaría el apoyo de Juana de Nápoles ni de Carlos V de Francia y sus aliados, se reunieron a fines de junio en Anagni, con la sola ausencia de Tebaldeschi y declararon el 2 de agosto que la elección de Urbano VI no había sido válida, por falta de libertad. Faltando en esta época una clara definición de la doctrina del Primado, mucha gente aceptaba el criterio de la unanimidad de los cardenales. Urbano VI no aceptó negociar. El 18 de septiembre nombró 29 cardenales, de los cuales veinte eran italianos y sólo dos franceses, pero el mismo día llegó el mensajero de Carlos V anunciando a los cardenales que estaba dispuesto a apoyar la revuelta. El 20 de septiembre un nuevo cónclave eligió al cardenal Roberto de Ginebra, quien al mando de un ejército gobernaba como legado los Estados Pontificios. Tomó el nombre de Clemente VII.
A primera vista podría parecer que se trataba solamente de una rabieta de los cardenales por las reformas que Urbano VI pretendía imponerles, ya que encontrándose en condiciones de seguridad habían unánimemente aceptado la coronación del Papa y sólo habían protestado la invalidez cuanto contaron con el respaldo del rey de Francia. Los de Avignon habían aceptado confiando en sus colegas. Pero también puede pensarse que no se atrevieron a manifestarse por la continuación del miedo y que hasta que no obtuvieron el respaldo de un ejército no pudieron hacerlo. No obstante el argumento más convincente es la postura del aragonés. Pedro de Luna fue el mejor canonista de su época . Si él, que afirmó no haberse sentido presionado durante el cónclave, aceptó la postura de sus colegas, sin duda tuvo firmes razones. Su intachable moralidad no permite dudar ni siquiera por un momento de la rectitud de su decisión. Miembro ya de una familia notable de Aragón, ningún tipo de interés material pudo haber guiado su decisión. Y el empecinamiento con que soportará las peores calamidades hasta el final de su vida nos lo confirman.
A partir de ahí empezará un sinfín de luchas entre los distintos poderes, que se inscribirán en el seno de una u otra obediencia según sus intereses; pero, en general, puede considerarse que siguieron la obediencia clementista los que serían en el futuro bastiones de la Cristiandad.
Al inicio Clemente contó sólo con el apoyo de Francia y del heredero de la Corona de Aragón, Juan, duque de Gerona, pero pronto Castilla se sumó a él, gracias a los buenos oficios de Pedro de Luna, al que envió como legado.
Italia se dividió en la aceptación de las dos obediencias, a causa de la política. Las tropas napolitanas expulsaron a Urbano VI de Roma y tuvo que refugiarse en Génova. Dos de sus más relevantes cardenales se pasaron a Avignon.
Ambos Papas realizaron concesiones a los poderes temporales a cambio de reconocimientos, lo que contribuyó a fortalecer el poder de las autoridades laicas, que intentaban crear iglesias autocéfalas, que no reconocían a ningún Papa.
Presionada por el rey de Francia, la Universidad de París había reconocido a Clemente VII, pero las ideas conciliaristas que sostenían la supremacía del concilio sobre el Papa empezaban a desarrollarse.
De pronto, el 15 de octubre de 1389, fallecía fuera de Roma Urbano VI. Hubiese sido una buena oportunidad para resolver la situación, pero sus cardenales eligieron enseguida a Bonifacio IX. Este se encontraba con una situación de ruina económica y tuvo que tomar decisiones escandalosas, como la venta de indulgencias, para intentar repararla. Mientras Clemente poseía una autoridad estable en Avignon, Urbano VI había tenido que errar por las ciudades italianas.
Con esta nueva elección no quedaba otro camino que la negociación entre ambos Papas. Bonifacio propuso a Clemente nombrarle legado vitalicio para Francia y España si renunciaba al Papado, pero en Avignon se rechazó.
La Universidad de Paris estudió el asunto y dijo que existían tres posibles soluciones:
- Via de la cesión o renuncia voluntaria de ambos Papas.
- Via de la transacción o designación de árbitros en igual número por ambas partes que designaran quién era legítimo.
- Via del Concilio o que esta asamblea decidiese.
La mayoría se inclinaba por la primera.
Otra luz se encendía en el horizonte con la muerte de Clemente VII el 16 de septiembre de 1394. El Patriarca de Alejandría, Simon Cramaud, propuso la idea de desvincular a Francia de Avignon, con lo que ganaría el título de pacificadora de la Iglesia. Se enviaron mensajeros a Avignon pidiendo a los cardenales una espera en la elección, pero el 28 de septiembre de 1394 subió al trono pontificio don Pedro de Luna y de Gotor, tomando el nombre de Benedicto XIII, manteniéndose en él hasta su muerte. Antes de la elección había suscrito un documento comprometiéndose a renunciar a la tiara en el caso de que los cardenales estimasen que esa era la solución adecuada.
Acompañados por tropas algunos duques franceses hicieron su entrada en Avignon donde obligaron al ya Papa Benedicto XIII a mostrarles el documento. Pero el Papa Luna no se deja intimidar por la fuerza de las armas y afirma que nadie puede obligarle a abdicar so pena de invalidez. Los cardenales sí sucumben ante las armas y firman un documento en el que afirman que la via de la cesión es preferible a la via del Concilio. Pero Benedicto XIII elabora una contrapropuesta que él califica de "Via de la justicia", en la que propone una reunión de ambos Papas con sus respectivos cardenales. En esa reunión contaría con la ventaja de que todos los cardenales supervivientes de 1378 estaban con él. Si no se llegaba a un acuerdo, se nombraría una comisión arbitral que decidiría por mayoría de dos tercios. Pero los franceses rechazan el proyecto y recomiendan la sustracción de la obediencia. Benedicto XIII no se deja conmover y explota las rivalidades entre príncipes para ganarse algunos apoyos.
Tropas francesas intentaron por dos veces asaltar el palacio papal, pero fracasaron, porque el pueblo se mantuvo fiel. El 11 de junio de 1399, después de haber hecho levantar acta notarial en testimonio de que carecía de libertad, accedió a firmar un compromiso de abdicación para el caso de que fracasara la entrevista con Bonifacio IX, que él postulaba.
Bonifacio IX murió el 29 de septiembre de 1404 y los cardenales eligieron inmediatamente a Inocencio VII. Mientras, el Papa Luna seguía con los preparativos para la entrevista, pero la peste le hizo retroceder. Dos años después murió Inocencio VII y fue elegido Gregorio XII. A éste le obligaron a firmar un compromiso de abdicación en el caso de que don Pedro de Luna aceptase hacer lo mismo. Benedicto XIII aceptó, pero impuso como condición una previa entrevista entre los dos Papas.
Se estableció que Benedicto llegaría hasta Portovenere, límite de su obediencia y Gregorio hasta Pietrasanta y que las entrevistas se realizarían en un lugar neutral a mitad del camino entre las dos. Ambos Papas aceptaron. Pero una vez más los acontecimientos iban a impedir la liquidación del cisma. Hallándose Gregorio XII a punto de llegar a Pietrasanta, apareció una flota francesa con la intención de llegar a Roma. El rey Ladislao de Nápoles ocupó esa ciudad diciendo que pretendía proteger a Gregorio, pero añadió que era su propósito estar presente en la entrevista. Así, esta fracasó. Los poderes políticos no consideraban respetar la libertad de los Papas. Gregorio se retiró, a pesar de las protestas de algunos de sus cardenales, alegando que se trataba de una trampa. No parecía ya quedar más via que la del concilio.
Francia permaneció neutral postulando por la sustracción de obediencia a los dos Papas.
Ahora los conciliaristas ganaban terreno. Sabían muy bien que ningún concilio puede considerarse legítimo si no es convocado por el Papa y presidido por él o por su legado y sus conclusiones son aprobadas por el Pontífice. Y elaboraron una nueva teoría: en caso de cisma y previa sustracción de toda obediencia, otra autoridad, con facultad supletoria, podría convocar el concilio. La mejor facultad era la poseída por el Colegio de cardenales. Los dos Papas se adelantaron convocando cada uno un concilio. Pero cardenales de ambas obediencias se reunieron en Pisa y convocaron otro. Allí se condenó a los dos Papas y se eligió a un tercero, Alejandro V.
Benedicto XIII, al verse traicionado por quienes le habían apoyado y ver fracasados sus intentos, comenzó a prepararse un refugio seguro en Peñíscola. Gregorio huyó a Nápoles. Sólo una parte de Francia y Alemania reconocieron a Alejandro, quien murió en Bolonia y fue sucedido por Juan XXIII.
En verano de 1413 la autoridad pontificia estaba prácticamente aniquilada. Benedicto XIII era el que contaba con un núcleo más sólido. Los otros dos huían por Italia, durmiendo cada noche en un lugar distinto. Inglaterra y Francia organizaban sus Iglesias con olvido del Papa.
El autor de la reconstrucción será Segismundo de Bohemia, elegido rey de Romanos, que necesitaba de un Papa para conducir su acción política. Propuso que uno de los Papas firmase la bula de convocatoria de un concilio al que tendrían que asistir todos los poderes cristianos sin excepción y previa renuncia de todos los Papas o sustrayéndoles la obediencia, reformaría la Iglesia y nombraría otro Papa. Fue el concilio de Constanza. Se invitó a las tres obediencias. Juan XXIII firmó la convocatoria. Gregorio XII anunció que enviaría representantes. Al principio pareció que el trabajo de Juan XXIII por su propia causa iba a dar fruto, pues fue recibido con todo esplendor. Se dice que a su llegada a la ciudad, contemplándola desde lo alto de un monte, afirmó "buena trampa para cazar zorros". Quizá lo fuera para cazar zorros de otras latitudes pero no para los aragoneses, máxime cuando se trataba del zorro más culto, astuto y diplomático de la época. Benedicto XIII se negó a participar. Con la incoprporación al concilio de los representantes de Gregorio XII terminó la presidencia de Juan XXIII.
Se propuso que los poderes votasen no por cabezas sino por naciones: Italia, Alemania, Francia, España e Inglaterra formaban la Cristiandad. España estaba ausente, en Italia predominaban los partidarios de Juan XXIII. Las otras tres postulaban el conciliarismo: el concilio se proclamaría única autoridad, decretaría la reforma y se la impondría al Papa que fuese elegido.
Segismundo obtuvo un compromiso de abdicación de Juan XXIII si sus rivales hacían lo mismo. Gregorio XII había también legitimado el concilio y había renunciado sin condiciones. Juan intentó huir en busca de la protección de Federico de Austria, pero éste no quiso apoyar un acto de rebeldía. El Concilio se declaró superior al Papa y mandó a prisión a Juan XXIII, a pesar de que había renunciado a la tiara. Faltaba ya sólo negociar con el aragonés. Se reunieron en Perpignan Segismundo, Fernando y Alfonso de Aragón y don Pedro de Luna. Pero una vez más Benedicto XIII se negó a abdicar. Afirmó: Si soy Papa, nadie puede juzgarme, pero si se piensa que todo lo ocurrido desde 1378 debe ser anulado, yo soy el único superviviente de los cardenales de aquel momento. Dejadme, pues, que yo elija un nuevo Papa y os prometo solemnemente que no me designaré a mi mismo. El ortodoxo y ejemplar canonista quería afirmar el principio de la autoridad pontificia frente a la revuelta que suponía el conciliarismo. Tan convencido estaba de su posición que saliendo una noche de tormenta de Perpignan a Peñíscola por mar dijo al patrón que si él no era el Pontífice legítimo, Dios permitiría que muriese ahogado. La tormenta cesó y el Papa dijo a sus acompañantes: "Papa sum".
El cardenal Pedro d'Ailly propuso en el concilio el que sería llamado "plan de los cardenales": por una sola vez se aceptaría en el colegio un número de representantes de naciones igual al de los cardenales. El plan desagradaba a Segismundo, pero acabó imponiéndose al promovido por el que se llamó a si mismo libertador de la Iglesia cuando no quería en realidad ser más que su opresor. Se aprobaron cinco decretos para contentar a los reformadores y el 11 de noviembre de 1417 se designó como Papa al cardenal romano Ottone Colonna, que tomó el nombre de Martín V.
Pero mientras, Pedro Martínez de Luna y Pérez de Gotor convencido de la legitimidad de su elección y temiendo sólo el juicio de Dios permanecía fiel a sus convicciones y, con la tenacidad propia del aragonés, solitario, refugiado en su Peñíscola, pero con más fortaleza que su roca, permaneció en sus trece. Su cabeza se conserva en una urna en Sabiñán, en el Ayuntamiento de Illueca puede leerse en un retrato "Pedro de Luna y de Gotor, Benedicto XIII, Papa", los historiadores se dividen entre la apología y la condena. No sabemos de qué le valió al Papa Luna su entereza. Con toda seguridad ha obtenido el premio que el Altísimo concede a quienes le confesaren delante de los hombres y además el que todos Vds le hayan recordado con su presencia, que agradezco muchísimo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario