29 septiembre 1994
HOMILIA DE LA SANTA MISA CELEBRADA POR El ALMA DE D.
Monasterio de Santa María Magdalena, Barcelona.
Los familiares de nuestro hermano D. nos pidieron la celebración de una misa en la que se recuperasen esos textos colmados de unción e impregnados de poesía cuyos acentos, a veces dramáticos, están completados por los dulces, propios del canto gregoriano, con que la Iglesia acompañó durante siglos el tránsito de los finados. Y acertaron en su petición, ya que esa síntesis entre la amargura y la esperanza es la que mejor expresa la actitud del cristiano ante la muerte de un ser querido.
No vamos a pedir desde aquí la aceptación de la muerte de alguien a quien se ama con ausencia de dolor. El mismo Jesús, Dios y Hombre verdadero, conocedor de los misterios inescrutables, dejó rodar lágrimas por sus mejillas ante el fallecimiento de su amigo Lázaro. Y tampoco en esto el discípulo puede ser más que el maestro. Al contrario, me parece extraña la actitud de quienes muestran indiferencia ante la muerte de un próximo.
El hombre, por designio divino, posee en sí el caracter de la sociabilidad y, aunque a veces escondida, la capacidad de amar. La amistad y el amor conyugal no son más que dos de sus grados.
Es el amor, ciertamente, un sentimiento libérrimo: nadie puede obligarnos a amar. Pero no es un sentimiento irracional. El objeto de nuestro amor posee en él la perfección suficiente para ser amado. Cuando nosotros no amamos a nuestros hermanos es porque nuestra ceguera nos impide apreciar esa cualidad que le hace amable, el ser hijo de Dios. Es para nosotros un ejemplo el de aquel joven, de tierna edad para empuñar las armas, que en el calor de la batalla, reconociendo la legitimidad de la defensa, no olvidaba esa verdad. Disparad, pero sin odio -decía.
Sin embargo, nuestra libertad para amar, permaneciendo absoluta en el aspecto psicológico, está en muchas ocasiones limitada en el aspecto moral. Ante la virtud eminente de una persona o ante el establecimiento de ciertas relaciones de cooperación o parentesco, sólo el malnacido puede no experimentar sentimientos de amor.
El sentimiento del amor es quizá el más fuerte del que podamos ser presa. La Historia y la Literatura nos dan abundantísimos ejemplos. ¿Quién no recordará al amante de Manon Lescaut llorando y esperando la muerte sobre su sepulcro, después de haber arruinado su vida por amor o a los amantes de Verona que inmortalizara Shakespeare? Pero, por encima de todos, ¿quién puede olvidar al Buen Jesús, Hijo del Dios Omnipotente, por la calle de la Amargura, camino de la muerte por amor?
Cuando amamos a alguien deseamos su presencia. La madre que, por un tiempo, está obligada a soportar el alejamiento de un hijo, sufre e intenta mantenerle presente en todo lo que le es posible, aunque sea con un retrato.
Por eso, la muerte que nos arranca al ser querido es una de las experiencias más trágicas que el ser humano pueda experimentar. Por esta razón algunas de las obras literarias más arrebatadoras son fruto de la experiencia del autor ante la muerte. ¿Puede darse un ejemplo mejor que el de Manrique y la muerte de su padre?
Vuestra presencia hoy en este monasterio es elocuente. Asistís a esta Santa Misa porque queríais a nuestro hermano Domingo. Ciertamente él lo mereció. No sólo por ser hijo de Dios, sino porque la bondad de su corazón, su honradez, su generosidad y su amistad suscitaron en quienes le conocíais sentimientos de amor. Y la ternura con que amaba a su esposa y a su familia y el denuedo con que luchó contra las adversidades, con sacrificio y laboriosidad, para conferirle bienestar, conquistó los corazones de los suyos.
Por eso su pérdida os sume en la tristeza, en una tristeza que no acierta a consolar el pensar que Domingo se marchó dulcemente.
Esa justificada tristeza encuentra solamente un consuelo eficaz en la reflexión acerca de la doctrina sobre la muerte que la Santa Iglesia enseña. Y ¿qué mejor, en estas circunstancias, que acudir a la bella expresión que de ella hace San Agustín en el Prefacio que enseguida cantaremos? Tuis enim fidelibus, Domine, vita mutatur, non tollitur; et dissoluta terrestris huius incolatus domo, æterna in cælis habitatio comparatur. Para vuestros fieles, Señor, la vida se muda, no fenece; y deshecha la casa de esta terrena morada, se adquiere la eterna habitación en los cielos.
Este prefacio de la misa de difuntos condensa admirablemente la filosofía cristiana acerca de la muerte. La Iglesia afirma con una feliz seguridad, solemne y austeramente, como a Gregorio le hubiese gustado, nuestra firme fe en la Resurreción, nuestra inquebrantable certeza de que no acaba todo aquí y de que nuestros esfuerzos y sufrimientos, nuestros desvelos y sacrificios, el bien que hemos hecho y el mal que hemos soportado no va a dejarlos sin premio el Padre de las misericordias y el Dios de toda consolación. Y esta convicción es tanto más penetrante en cuanto que se dirige a Jesucristo mismo.
Yo soy la Resurrección y la Vida -dice el Señor-. Quien cree en mi no morirá nunca, porque Yo le resucitaré en el último día.
Sobre la impotencia, la desesperación y la obscuridad de los hombres, lanza Jesús, con su Resurrección, un poderoso rayo de esperanza.
Y San Pablo nos exhorta: No os aflijáis como quienes no tienen esperanza. A nosotros nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Sólo creyendo en ella podemos valorar muchas actitudes injustas que parecen tener premio en esta vida, muchos comportamientos justos que parecen insensatos. Sólo creyendo en ella podamos enjuiciar debidamente los acontecimientos. Sólo creyendo en ella valoramos justamente a la persona humana y le conferimos nobleza.
!Qué bonita aquella expresión que se lee en una tumba del cementerio de Lieja: Domus secunda, donec veniat tertia . Segunda casa, hasta que llegue la tercera!
Os decía, en el transcurso de esta oración fúnebre, que al ser amado lo queremos presente. A nuestro amado Domingo volveremos a verle. Le veremos en el Cielo, donde todos juntos gozaremos de la felicidad sin fin. Esforzémonos por adecuar nuestra vida a la de Cristo y recordemos a nuestro hermano de una manera eficaz, uniéndonos al sacrificio de la Cruz que ahora mismo se renovará sobre el altar, con la ferviente demanda que al final de la misa cantaremos: Que los ángeles te conduzcan al Paraíso, que a tu llegada te reciban los mártires y te conduzcan a la ciudad santa de Jerusalén. Que el coro de los ángeles te reciba y que con Lázaro, otrora pobre, goces del eterno reposo. Amen.
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