23 mayo 1998

Pregó de la Festa Major del club dels Nariguts de Barcelona de 1998

Senyores i senyors, nariguts,

S'han de tenir nassos per presentar-se davant d'un tan selecte auditori sense gaudir d'un respectable apèndix facial per fer-ne precisament la seva lloança. Per això -com en les antigues peces dramàtiques- el meu exordi consisteix en demanar-vos indulgència per a la meva gosadia i benevolència per a la meva Musa, que és pobre però voluntariosa: ella supleix amb nassos el que li manca de gràcia. El que m'ha dictat per dir-vos és fruit d'una voluntat tenaç. Amb la confiança -doncs- que tindreu, dilectes nariguts, la paciència d'escoltar-me uns instants sense que s'inquietin els nassos de Vostres Senyories, començo per dir-vos respectuosament Salut!

Hay que tener narices -nunca mejor dicho- para presentarse ante tan conspicuo auditorio como el vuestro sin estar premunido de un respetable apéndice facial y hacerlo precisamente para cantar sus loas. Así pues, como en las antiguas piezas dramáticas, mi exordio consiste en pediros una cumplida disculpa por mi atrevimiento y vuestra benevolencia para mi Musa, que es pobre pero muy voluntariosa: a ella, en efecto le sobran tantas narices cuanta gracia le falta, y lo que me ha dictado para deciros hoy es fruto de un querer tenaz. Fiado, pues, en que tendréis, dilectos narigudos, la paciencia de escucharme unos minutos, sin que se inquieten las narices de Vuestras Señorías, heme aquí para deciros respetuosamente: ¡Salud!

Perdón, he querido decir que estéis con bien, que es como solían saludar en tiempos de Cicerón y Séneca. Es que he advertido que algunos se llevaban instintivamente la mano a los pañuelos creyendo, al oír mi palabra de cumplido, que se trataba del usual conjuro contra las tempestades... que a veces se desatan en las insondables fosas que yacen en la geografía de vuestros rostros. De referirme a tal circunstancia, hubiese dicho ¡Jesús!

Este año, una vez más, tenemos que lamentar los criminales atentados de que han sido objeto las narices de ciertos prójimos, en quienes ha podido más una necia vanidad que el legítimo orgullo de pertenecer a la raza escogida de los Ovidios, Quevedos y Cyranos, gloria y prez de la humana familia. De aquellos infelices podría decirse lo que escribió el Rey salmista de los falsos dioses de la gentilidad: "Nares habent et non odorabunt", tienen narices, pero no son capaces de oler, porque se las han dejado tan ridículas que apenas se sabe para qué sirven, pues ni para sostener el más humilde par de antiparras son útiles. Tales insensatos sacrifican el preciado don con el que la Madre Naturaleza les ha provisto en las aras de la moda, la más estúpida y cambiante de las deidades.

Hoy no está de moda ser narigón, pero, ¿a quién, que sea persona de gusto, le importa lo que la usanza del día estultamente decreta? Una nariz prominente no está de moda ni deja de estarlo: trasciende lo efímero y lo mudable. Las grandes narices pertenecen al sublime orden de lo clásico, esto es, de "aquello que se tiene por modelo digno de imitación". Desde la más remota Antigüedad, como sabéis, han honrado los hombres a sus semejantes que podían ostentar unas respetables napias, consideradas como señal de la elección de los dioses. Y es que éstos, en las primigenias cosmogonías, destacaban por la platirrinia, ya que de sus narices provenía el hálito de la vida. En el libro de Job -y permitidme que, a fuer de eclesiástico, cite la Sagrada Escritura- se dice que se está vivo mientras permanece el Espíritu de Dios en las narices de uno y al humo que sale de las colosales del Leviatán se atribuyen las grandes catástrofes que afligen nuestra asendereada Tierra. Quizás no al acaso fue por lo que Thomas Hobbes, ilustre narigudo, escogió el nombre de este famoso monstruo marino para titular la obra que le dio la inmortalidad.
Las grandes narices merecieron la atención de las mejores plumas. Sobre ellas se volcó el ingenio de los epigramistas griegos, los mismos que, confiesa Quevedo, le sirvieron de inspiración para su poema dedicado "A una nariz". Edmond Rostand dedicó su mejor drama al filósofo Sabiniano Cyrano de Bergerac, del que hizo el héroe imperecedero de los narigones. Carlo Collodi, en fin, fue el padre literario del entrañable Pinocho, que se veía obligado a mentir para gozar de una nariz superlativa.

No quiero dejar de consignar unas palabras que hallé en un libro del nunca bien ponderado Fray Luis de Granada. Se trata de un pasaje de su impagable "Introducción al Símbolo de la Fe". Oídlo con la atención que merece y con la justa fruición que seguro os procurará. Al hablar con ánimo apologético del sentido del olfato, dice: "Y para guarda de este sentido proveyó el Criador las narices, las cuales también sirven para hermosura del rostro. Porque, ¿qué parecería un hombre sin narices?". No se olvide que el gran dominico era persona bien dotada de apéndice nasal, de donde hay que colegir que en sus palabras hay un encomio implícito a las bien desarrolladas narices, a las que más adelante compara con un providencial embudo, "el cual tiene la copa ancha y redonda".

Un conmovedor testimonio literario lo encontraréis en la velada confesión de narigudo que hace el Duque de La Rochefoucauld en el retrato de sí mismo que precede a sus Sentencias y Máximas morales: "Me sentiría bastante impedido para decir de qué suerte está hecha mi nariz, ya que, al menos a lo que creo, no es ni chata ni aguileña, ni gorda ni puntiaguda. Todo lo que sé es que es más bien grande que pequeña y que desciende un poco en demasía". Se nota ya el lamentable cambio de gusto, en la Francia del Gran Siglo, en cuanto a las narices, pasando de la preferencia por las grandes que se ve todavía en las pinturas de Simon Vouët, Le Brun y el catalán Rigalt -afrancesado con el nombre de Rigaud- a la predilección por las pequeñas y respingadas, como lo atestiguarán los cuadros de Mignard, Nattier y Fragonard.

Pero es un hecho incontrovertible que las magnas narices han sido prenda de nobleza y la señal de reconocimiento de las castas más esclarecidas. ¿Qué decir, si no, de la tan renombrada "nariz borbónica"? Desde Enrique el Grande hasta nuestro monarca felizmente reinante, los miembros de la más antigua e ilustre Casa reinante de Europa se han distinguido por tal característica, ya se trate de la nariz bulbosa del Bearnés, de la gran nariz aquilina del Rey Sol o de la descendente de nuestro Carlos III. Narices coronadas deberíamos decir como quien dice testas, pues bien dignas eran y son de los florones regios.

En este estrado sobre al que me hallo gracias a vuestra gentileza, habréis oído, sin duda, a mejores oradores que yo cantar las excelencias de lo que constituye la prenda de vuestro legítimo orgullo. No es, pues, el caso de insistir sobre asuntos que ya os son de sobra conocidos. Muchas curiosidades os habrán, sin duda, referido, como la de la nariz de plata del gran astrónomo de Rodolfo II, Tycho Brahé, que, habiendo perdido la suya de carne en un infausto duelo, se hizo fabricar dicha prótesis por no quedar sin honor. Aquí me detengo, por lo tanto, consciente de que las cosas buenas, si breves, dos veces buenas, exceptuando, naturalmente la nariz, tanto más buena cuanto menos exigua es.

No quiero concluir, empero, sin tributar mi reconocido homenaje al agraciado con el cyrano de oro 1998. Él deleita otro de nuestros sentidos con su voz predestinada. Alguien podría preguntarse qué puede tener que ver el oído con el olfato, las melodías con las narices. Pues mucho. Los grandes cantantes han sido y son buenos respiradores. Saber respirar es una de las condiciones esenciales del arte combinado de Euterpe y de Polimnia. Y nadie duda que una buena nariz es el mejor respiradero, por donde penetra el aire que después saldrá convertido en hermosas notas y modulaciones a través de la cítara que albergamos en nuestra garganta.

Resultaría ocioso hablar de Manuel Ausensi, dada su justa celebridad, si no fuera porque es siempre un placer recordar cosas sobre nuestros amigos. Hijo de Barcelona, podemos sus conciudadanos estar orgullosos de que con su voz haya llevado el arte de un catalán por las distintas latitudes de ambos lados del océano. Es un digno heredero de aquella tradicion lirica de nuestras tierras que no tiene nada que envidiar a los divos mas reconocidos de Italia. Si la música debe a la patria del Dante sus mejores compositores líricos, sin duda España es acreedora de su reconocimiento como cuna de grandes intérpretes. En esta línea justo es reconocer que Ausensi es un continuador de Gayarre y de Fleta. Su repertorio abraza un extenso caleidoscopio, ya que lo mismo se reviste de la solemne gravedad que requiere una cantata de Bach, como de los acentos castizos y populares de nuestro genero chico o de la esplendidez estentórea de la opera o de la sensibilidad intimista de un lied schubertiano.

No creo ser hiperbólico si digo que Manuel Ausensi es un favorecido de los dioses, como de los narigudos se decía en otros tiempos. Y no hay duda de que Josep-Maria Estrada, presidente de este benemérito club tiene buen olfato a la hora de escoger a los homenajeados -al igual que lo tuvieron Joan Rovira i Ricardo Sabates en el pasado- con la entusiasta colaboración de Lolita Barasona. Su acierto se ha demostrado incluso en lo que podría parecer una equivocación, en el escogerme como orador. Y eso lo digo porque modestamente me cuento en el sinnúmero de rendidos admiradores con que justamente cuenta el inefable maestro.
Al concluir estas breves evocaciones le digo, en nombre de todos: querido Maestro Ausensi, bienvenido, y con ello declaro inaugurados los festejos anuales de esta ilustre cofradía. Valete, cari Nasoni! Muchas gracias.

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