24 mayo 1996

AVISOS PARA NAVEGANTES. Lección de clausura en el Colegio CASVI

Señor director, Señores profesores, Señoras, señores, Carísimos alumnos: Un día -no hace muchos años, pero sí algunos- estaba yo sentado ante el pupitre de un colegio. Recuerdo nítidamente la escena. Era una tarde de primavera tan agradable como la hodierna. Mis padres habían decidido -mi madre, pues son las madres quienes finalmente deciden- que para cursar el sexto curso de educación general básica tenía que ingresar en el colegio que, según el parecer de los amigos de mis progenitores, era el mejor garante de una exquisita formación. Y se planteba un problema: que los padres de muchos de mis coetáneos pensaban de igual modo por lo que el colegio se veía obligado a seleccionar a los candidatos. La selección era rigurosa: consistía en tres pruebas eliminatorias que tenían lugar en tres fechas distintas. En cada una había que desarrollar diversos ejercicios. Esa tarde del tercer día se había reservado para que los aterrados niños realizásemos una composición literaria de tema libre. Allí estuve a punto de naufragar. Nunca nada resulta tan difícil como escribir acerca de un tema de libre elección y es que lo realmente pavoroso es la elección. Había llegado casi a mi objetivo -bueno, al de mi madre-. Todo dependía de ese ejercicio, pero mi imaginación -en otras circunstancias fértil- no conseguía dar con un tema que hiciese correr mi torpe pluma que -por otra parte- tenía que usar con sumo cuidado, pues un borrón hubiese sido catastrófico. Pensé en abandonar, pero no se me ocultaba la indudable reacción de mi madre. Me veía redactando todo el verano. Así que decidí esforzarme. Empecé a mirar a mi alrededor con la esperanza de que algo me sugiriese algo. Lo primero que vi fue la pluma, el papel y el pupitre, pero ninguno de esos triviales objetos me sugería un tema de redacción. Tampoco lo hacía la imagen de mis rivales escribiendo por los descosidos, sin duda también despavoridos por las posibles reacciones de sus señoras madres. El profesor que sigilosamente recorría los pasillos que formaban las columnas de pupitres tampoco me parecía un buen tema sobre el que escribir. Sobre todo porque podría deslizárseme alguna imprudencia fatal Lo mismo podría ocurrir si me decidía a hablar de religión, como el cucifijo que presidía el aula me sugería, ya que no estaba yo muy ducho en catecismo. Se me ocurrió entonces mirar a través de la ventana a la que mi pupitre estaba pegado y vi el bosque, pero lo único que llegué a reconocer fueron los pinos. Un niño de ciudad, aunque en los libros hubiese estudiado la polinización con todo detalle, ante la presencia de un bosque era sólo capaz de distinguir entre árboles y plantas y, a veces, con esfuerzo. Dirigí mi mirada un poco más lejos y vi una cartuja. Bueno en realidad vi una construcción que me habían dicho que era una cartuja, pero por aquel entonces yo no era más capaz de distinguir un cartujo de un tártaro de lo que hoy lo pueda ser de hacerlo entre el "heavy metal" y el "ácido" o entre los distintos menús de nombre impronunciable de las hamburgueserías al uso. Continué desplazando la mirada y me encontré -para mi desgracia- con más bosque. Más lejos ya sólo quedaba el mar y el horizonte. Desechado éste, el mar era ya lo único que podía librarme de pasar un horrible verano. Recuerdo que sobre la hoja rayada de amenazante blancura escribí esa palabra: mar. Y pensé ¡qué corta redacción y qué corta palabra! Y volví a mirar el mar y lo ví tan grande. Y escribí: "¡Cuánta inmensidad se encierra en tan corta palabra!". A partir de ahí empecé a escribir y a escribir. Venían entonces a mi mente las escenas de Veinte mil leguas de viaje submarino, de Verne. En los minutos que siguieron no se detuvo mi pluma. Sólo la insistencia del profesor hizo que pusiese punto final a las más de cinco páginas que aquel día pergeñé. Desde entonces cuando me falta la inspiración evoco siempre la palabra mar. Dieciocho años después, el mar ejerce sobre mí tal fascinación que creo que en él se resume toda la historia de una vida. Muchos describen la vida como una carrera. Se habla de haber hecho una buena carrera o de estudiar una carrera. A los romanos de noble estirpe se les animaba a seguir el "cursus honorum", la carrera de los honores. San Pablo nos dice que la vida del cristiano es una carrera ("cursum consumaui") o de que todos corren en el estadio pero uno solo se lleva el premio. A otros les gusta describir la vida como un camino. Mil muestras se encuentran de ello en todas las literaturas, religiosas como profanas. Resulta aquí inútil -por de sobra conocidos- mentar los versos de Antonio Machado, pero permítaseme citar el final: "Caminante no hay camino, sino estelas en la mar" Sí, "en la mar", en femenino como nos gusta decir a quienes amamos apasionadamente a lo que ocupa tres cuartas partes de la superfície terrestre. Todos los símiles y las metáforas de la vida que puedan ser establecidos con el término "carrera" o "camino", pueden serlo mucho mejor con "mar". Si he empezado estas breves palabras refiriendo una anécdota personal, con patente inmodestia, de la que espero quieran excusarme, es porque creo que en estos momentos me hallo en un puerto. Sí, en un puerto del que nada menos que 52 barcos están a punto de zarpar. Así me lo hace sugerir el azul que nos rodea. No todo el mundo ha tenido la oportunidad de visitar una de las bases desde las que la NASA lanza sus naves al espacio, ni un laboratorio de física nuclear ni un estudio de Hollywood, pero a casi todo el mundo le resulta familiar un puerto, ya porque lo haya visitado personalmente ya porque lo haya hecho a través del cine, de la literatura o del estudio de la historia. Un puerto es una realidad bastante simple, es el lugar donde arriban y desde donde parten embarcaciones. Las actividades fundamentales que en él se realizan han sido las mismas a lo largo del tiempo y las latitudes. Un antiguo puerto cartaginés o el de los actuales marselleses sirven esencialmente para lo mismo. Pero yo quiero imaginarme hoy un puerto como el de Génova o alguno de los que se describen en la obra de Dickens, tan importantes para la economía británica en plena revolución industrial. En definitiva lo que quiero que imaginéis es un puerto de mucha actividad y grande, grande para contener al menos 52 barcos. Se trata de un puerto comercial, con imponentes naves que van a realizar una larga travesía para no regresar y no con frívolas embarcaciones deportivas o de recreo. Y esos barcos van a navegar por los inmensos piélagos, por el "gurgite uasto" de Virgilio, capitaneados por vosotros, por los 52 alumnos del Curso de Orientación Universitaria que hoy feliz y solemnemente os graduáis. Podríamos decir que hoy van a ser botados vuestros barcos, cada uno con vuestro nombre inscrito. Dentro de poco se os entregará la licencia de navegación. Luego, el bautizo con el espumoso, bautizo que sin duda vosotros -cuando ya los carrozas hayamos pasado a mejor vida, o sea, a dormir- continuaréis festejando hasta que el alba anuncie un nuevo día. Pero consentidme antes que muy brevemente os imparta la última lección, lo cual haré sin título alguno que lo justifique: excelentes profesores que os han instruido a lo largo de varios años lo podrían hacer con muchísima más competencia. Pero quizá pueda encontrar una justificación en la sabia máxima evangélica "nemo propheta in patria" ("nadie es profeta en su tierra"), ya que este meritorio colegio no es mi "tierra" más que por unas horas, gracias a la amabilidad de don Juan Yagüe, y aunque yo no sea "profeta ni hijo de profeta" sino sólo un navegante extranjero que zarpó -como hoy vosotros- hace ya algunos años y al que le cabe el inmenso honor de asistir a vuestra partida y de arengaros para la travesía. Y, ya que no estamos ahorrando en latinajos, dice el adagio que de las lecciones "prima non datur et ultima dispensatur" ("la primera no se da y la última se dispensa"), aunque la hermenéutica que de ella suelen hacer casi todos los que se dedican a la sagrada misión de la docencia es que son más cortas. Ésta será brevísima. Dos partes: Consideración del tiempo presente y Avisos para navegantes. Consideración del tiempo presente Dice un viejo código de honor que el capitán es el último en abandonar el barco, pero en la navegación de la vida esa regla es mucho más estricta. El capitán no abandona nunca su barco. Es más, la conducción del barco de un puerto a otro es la razón de la existencia del capitán. El capitán no existe más que para conducir el barco. El hombre no existe más que para alcanzar su fin. En cualquier navegación hay dos elementos esenciales: el material y el racional. El éxito de la navegación depende de la calidad del barco, pero fundamentalmente de la destreza del capitán, que tiene que ser capaz de conocer los límites de la embarcación para guiarla de acuerdo con ellos. Destreza y bajel no siempre van al unísono: a veces una es mejor que el otro y a veces los dos son malos y se naufraga. Pero en la navegación de la vida todos podemos llegar a puerto -con más o menos dificultad, antes o después-. Todas las embarcaciones son suficientemente buenas para ello. Depende de nosotros, de vosotros. Si hoy estáis preparados para zarpar es porque alguien os ha dotado para ello. Habéis tenido un armador de excepción, -Dios, que os ha creado- y unos instructores náuticos también excepcionales, vuestros padres y vuestro colegio. Es muy difícil que a vuestra edad, aún bajo la tensión y el cansancio de los exámenes y a pocas fechas de enfrentaros con las pruebas de selectividad, en las que estoy seguro obtendréis censura favorable, os déis cuenta de cuan agraciados sois. Seguro que tendréis cosas que reprochar a vuestros padres. Seguro que ellos a vosotros, más. Pero, si sois sinceros, si ponéis en una romana lo que de bueno han hecho por vosotros, a buen seguro pesan mucho más. No os dáis cuenta de lo insoportables que habéis podido llegar a ser en muchas ocasiones y de los desvelos y sacrificios de vuestros padres por vuestra educación y felicidad. Recuerdo siempre un fragmento contenido en uno de mis primeros libros escolares. Un padre con su hijo visitaba a un maestro y le preguntaba cuánto iba a cobrarle por enseñar al muchacho. Creo que el precio eran dos duros y el padre indignado arguyó que con ese precio podía comprar un borrico. El maestro repuso: "Compre usted, pues, el borrico y con este tendrá dos". Lejos de mí el consideraros tales, pero seguro que la mayoría no habéis aprovechado suficientemente los más de dos duros que habéis costado a vuestros padres. Os habéis formado en uno de los mejores colegios de España y quizá no seáis conscientes de ello. Tenéis una preparación superior a la de muchos de vuestros compañeros. También en el caso del colegio tendréis cosas que reprochar. No todo ha sido perfecto. Algunos llegasteis aquí hace doce años, otros seis, otros tres, otros menos. Desde el primer día ¡cuánto habéis aquí recibido! Empezando por el director y siguiendo por todos y cada uno de los profesores y el resto de personal, ¡cuánto os han dado! También en este caso el tiempo os dará la perspectiva y desde la mar cuando ya no se aviste la costa recordaréis los astilleros que no divisáis y los juzgaréis en toda su grandeza. Los recuerdos más entrañables de la vida proceden de estos años escolares. La camaradería, los enfados, las peleas, los castigos, los problemas, las broncas, las bromas, los éxitos,... las anécdotas de la escuela serán motivo de nostalgia en alta mar. Toda esta metáfora de la navegación puede parecer a algunos exagerada. La mayoría deseáis proseguir vuestros estudios en la universidad y vais a continuar viendo a alguno de vuestros compañeros, pero pronto os daréis cuenta de que ya nada es lo mismo. La vida del colegio tiene unas características muy concretas, después la vida cambia. Una vez botado el barco puede ir a otro puerto en busca de más pertrechos, pero ya ha salido del astillero. Y ante esta consideración del tiempo presente no os exhorto más que a ser agradecidos con quienes os permiten zarpar, como lo son y lo demuestran los antiguos alumnos que de vez en cuando visitan la escuela. Avisos para navegantes Nada que no sepáis. En este colegio habéis recibido una completa formación no sólo científica, sino también humana y moral. Aún el más superficial resumen de lo que aquí habéis aprendido necesitaría muchísimo más tiempo del que aquí dispongo, que no es ya más que de cinco minutos, que son los que separan lo aburrido de lo intolerable. Simplemente algunas observaciones. Siete avisos 1.- No todos los barcos son iguales. Basta con echar una ojeada a cualquier puerto. Distintos tonelajes, distintas esloras, distintas capacidades de carga. Ninguno de vosotros sois iguales: distintos talentos, distintas cualidades, distintos caracteres. No os asuste el veros distintos. Santa Teresa de Lisieux decía que las rosas eran bonitas flores, pero que un jardín de solo rosas no resultaba bonito. Ni tampoco sería enriquecedora la vida social del hombre si todos fuesen iguales. Ni la navegación sería lo mismo si lo fuesen todas las embarcaciones. Sed conscientes de vuestras capacidades. Os decía antes que la habilidad del capitán es el factor decisorio de la navegación. Sólo gobernará bien el barco, si asume sus limitaciones. 2.- No todos los rumbos son iguales. Los barcos son distintos porque sus travesías son distintas. Trazad la ruta de navegación. No todos tenéis que llegar al mismo puerto, pero todos tenéis que atracar en alguno. Observad detenidamente la carta de navegación y no seáis ilusos queriendo emprender una travesía excesiva. Seguid el consejo que Horacio da a los poetas en su 'Epistola ad Pisones' y no queráis llevar sobre vuestros hombros un peso mayor del que puedan soportar. Pero tampoco seáis cicateros. Una travesía ridícula para las capacidades del buque puede resultar cómoda, pero nunca satisfactoria. Pensad que a quien más ha recibido más se le pedirá. 3.- No perdáis el rumbo. Comprobad continuamente que es el acertado. No sigáis el de otros bajeles ni os dejéis conducir por anárquicos vientos. Sed conscientes en cada momento de vuestro destino. Las modas, las presiones, los tópicos, los caprichos de la sociedad intentarán haceros cambiar de rumbo, pero vosotros sabéis adónde vais. Si hace falta, tapaos los oídos, pero no os dejéis seducir por los cantos engañosos de las sirenas. 4.- Fijaos en el viento. El buen marino fija su atención en la rosa de los vientos. Hay momentos para plegar velas y otros para desplegarla. No olvidéis la consigna que ha presidido vuestra formación en esta escuela, 'exigencia y comprensión'. Cuando el viento sople en el sentido de vuestra rumbo desplegad velas, pero plegadlas y remad cuando os sea hostil. Sed exigentes cuando sea necesario, pero también comprensivos. Con vosotros y con los demás. 5.- No carguéis con todos los tesoros. A lo largo de vuestra travesía visitaréis puertos en los que cargaréis. Cargad sólo lo necesario. Si encontráis algún tesoro, no lo despreciéis, pero nunca carguéis en exceso. El lastre excesivo no hará más que dificultar vuestro viaje y quizá hunda vuestra embarcación. Lo importante es llegar al punto de destino y no el llenar las bodegas. Los bienes materiales y la riqueza ayudan a vivir, pero pueden también pueden hacer la vida amarga. 6.- Luchad contra los elementos. Los mares hoy calmos pueden mañana ser procelosos. La brisa hoy suave puede trocarse, si a Eolo place, en potente huracán. Es necesario que estéis preparados para las dificultades y que cuando éstas surjan intentéis evitarlas, pero no os dejéis amedrentar. Luchad con todas vuestras fuerzas hasta que regrese la calma. No os rindáis a los elementos. En medio de la confusión el marino cuenta siempre con una ayuda inapreciable, la Stella maris", la Estrella del mar. María es como una estrella fija en el cielo, que orienta e ilumina, pero que es además capaz de salvar de cualquier peligros al marino que mirándola fijamente se lo implora. Y 7.- Salvad náufragos. Quizá otros hayan naufragado. El buen marino no les dejará perecer. No neguéis vuestra ayuda a quien la necesita, no crucéis ante el barco en dificultad sin brindarle vuestro apoyo, pero no olvidéis que hay piratas y que os pueden abordar. Ya no puedo continuar. Todos están a bordo de sus embarcaciones. El bullicio de las sirenas se sobrepone a las palabras. Todos están ansiosos por partir. Las órdenes de levar el ancla se suceden en los distintos barcos. La emoción es máxima: quienes se quedan en tierra lloran y agitan sus pañuelos, quienes parten van cargados de ilusiones. Poco a poco los barcos se separarán del muelle. Las sirenas redoblan su estruendoso sonido. Cada vez con más intensidad para que las oigan quienes quedan en el puerto. Sólo me quedan unos instantes, pero el estrépito es tal que mi voz se hace inaudible. Ya sólo puedo usar los cañones y lanzar una salva. Mejor, tres. Una para felicitar a vuestros padres, otra para felicitar a esta escuela. Una tercera para felicitaros a vosotros. Y una cuarta... para esconder el rumor de mi huida antes de que me ataquéis por haber acabado con vuestra paciencia. He dicho. Muchas gracias.

No hay comentarios: